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Vidas superpuestas

Vigiló con atención la puerta hasta que estuvo bien cerrada. Entonces, corrió a la ventana y se aseguró de que su padre se había subido al auto. Ni bien corroboró que se había marchado, se dirigió con paso firme y presuroso al cuarto donde su padre guardaba sus libros. Ya hacía tiempo que había acabado de leer los últimos que le habían comprado y ahora lo devoraba la curiosidad por atacar la biblioteca familiar.


Sus padres siempre le decían que, cuando fuera un poco más grande, estaría preparado para leer aquellos libros del cuartito. Pero faltaba mucho para eso. Él no podía esperar, ni quería. No era ningún tonto y, además, ya tenía doce años.


Ya dentro de la habitación y frente a la deseada biblioteca, no sabía por dónde empezar. Había una gran colección de "clásicos de la literatura universal" y muchos otros volúmenes de diversos colores. El título de la colección le sugirió que debía tratarse de libros importantes, así que decidió comenzar con alguno de ellos.


Eligió un tomo más o menos corto, para que estuviera a la altura de su ansiedad y del tiempo que quedaba antes de que llegara su madre del trabajo. Se sentó en el suelo y comenzó a comerse las páginas con los ojos. En cuanto más leía, más curiosidad sentía. Todos los personajes eran adultos pero, aunque eso era nuevo para él, estaba ansioso por saber lo que iba a pasar después. Leyó y leyó sin parar. Casi había terminado cuando escuchó el auto de su madre afuera. Guardó, con prisa, el volumen en su lugar y salió del cuartito al trote.


Al día siguiente, a la misma hora, repitió el procedimiento. Logró acabar el libro comenzado y empezó otro. A medida que leía, iba entrando en mundos desconocidos, se mimetizaba con los personajes, se empapaba de ellos. Se sentía como ellos, pensaba lo que ellos. Se convertía en ellos.


Al cabo de algunas semanas, había leído tantos libros que estaba exhausto. Capítulo tras capítulo, páginas tras páginas, había recorrido tierras incontables, navegado por mares tormentosos, caminado por callejas oscuras y malolientes. Había amado, había engañado, había robado, había asesinado. Tenía tantas vidas encima, y todas de tan diversa índole, que ya ni estaba seguro de quién era.


Al comenzar la aventura, no había sospechado que el mundo de los adultos pudiera ser tan confuso. A veces, mientras leía, tenía ganas de volver a sus libros de antes, en los que, aun en los momentos más tristes y desafortunados, podía esperar que los malos fueran vencidos y los buenos, rescatados. Ahora ni siquiera sabía quiénes eran unos y otros.


Dejó en la estantería el último libro que había sacado y salió, ahora sin prisa, de la habitación. Todavía quedaban muchos libros sin leer. Pero esperaría a que se le pasara la indigestión espiritual que lo acosaba.


En ese mismo instante en que cerraba la puerta del estudio, su madre abría la puerta de la casa. No la había oído llegar. 

 

Cuando sus ojos se encontraron, se dibujó en el rostro de la mujer un gesto de tal consternación, que él descubrió con horror que la incipiente blancura de su pelo y las huellas que ahora comenzaban a surcar su piel también eran visibles para ella.

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