Tampoco los medios justifican los fines
Cuando terminó con el cuchillo, tomó dos o tres pasos de distancia para contemplar su obra maestra. Era perfecta. Había pasado horas de intenso trabajo pensando cada detalle, planeando cada etapa punto por punto.
No le interesaba que todavía quedaran algunos cavernícolas moralistas que no entendieran su arte. Sus domesticadas mentes nunca lo habían hecho y jamás lo harían. Su obra estaba destinada solo a un reducido número de selectos entendidos, aquellos que eran capaces de hacer a un lado los arcaicos prejuicios medievales para rendir el merecido tributo a la belleza de la forma.
Todo tenía lógica. Ningún corte había sido hecho al azar. Ni una gota de sangre se había derramado sin propósito. Los colores, la expresión del rostro decían exactamente lo que debían decir.
Nadie que se considerase un crítico decente podría negar que su obra era magnífica e innovadora, revolucionaria, sublime. Definitivamente, entraría en el canon. Se había propuesto adelantarse al arte de su época, dar un paso más, trascender, y lo había logrado.