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Rutina

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Rosa Garmendia apagó el despertador a las siete de la mañana y siguió, como todas las mañanas, durmiendo un ratito más.


A las siete y media ya estaba levantada. Fue a la cocina, encendió una hornalla y puso a calentar el agua en la pava.


Mientras esperaba el agua para hacerse el desayuno, volvió a su habitación para hacerse la cama. A medida que sus manos desenvolvían automáticamente la tarea, sus pensamientos vagaban libremente desde las tareas que debía hacer ese día hasta sus preocupaciones futuras. Al recorrer con la vista el cuarto, sus ojos volvieron a clavarse en la pequeña biblioteca empotrada en la pared opuesta. Una vez más, volvió a pensar “tengo que hacerme un tiempo en mis horarios para leer aquellos libros que me faltan”. Siguiendo el curso natural y tantas veces transitado, sus pensamientos avanzaron hasta llegar al inevitable “hay tantas cosas que me interesan y quiero aprender en esos libros; ya tendré tiempo después”.


Dando una última mirada al cuarto, volvió a la cocina, se preparó el desayuno y comenzó con sus tareas domésticas diarias.


Fue al supermercado. Se preparó el almuerzo y, perdida en sus temores del futuro, lo comió.


Encendió el televisor, vio un par de series de aventuras, una película romántica y pensó, entre otras cosas: “podría leer uno de esos libros”, “tengo que conseguir un empleo”, “no puedo creer que ya se terminen las vacaciones”. Al aburrirse de la programación, apagó el aparato.


Miró hacia afuera por la ventana, era un día soleado, la calle estaba desierta, y parecía un momento agradable para salir un rato a caminar. Fue con esa idea a su habitación, en busca de cualquier libro para llevárselo y leer en alguna plaza, al aire libre.


Abrió la puerta de calle, observó un par de nubes que estaban adueñándose del cielo en ese instante y retrocedió, de pronto cansada y desanimada, hacia su prisión voluntaria.

 

Encendió la computadora, leyó su correo electrónico y algunas noticias, vio un par de videos y, al observar distraídamente la ventana y notar que ya había vuelto a oscurecer, la asaltó otra vez esa extraña sensación que la hacía sentir confundida, desesperada, asustada y deprimida: “esta vida no es la mía, ¿cómo es que esto me está pasando? ¿por qué nada interesante sucede?”.


Una lágrima se deslizó, caprichosa y contra su voluntad, mejilla abajo. Cerró la sesión y apagó la computadora.


Con pasos lentos y cansinos, se preparó para acostarse, se dirigió a su dormitorio y se metió en la cama, y como siempre, se acurrucó en posición fetal hasta calentarse, cerró los ojos y pensó: “otro día desperdiciado”, y se durmió sabiendo que mañana todo volvería a empezar y, al anochecer, otra vez se sentiría como mera espectadora de su
propia vida.

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