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Rompiendo cadenas

La nostalgia es esa herida que el tiempo abre en el corazón al marcharse, ese nudo que ata la mente y la garganta al pasado...


Por más que buscó las palabras para terminar la idea no logró dar con ellas. Se resistió al fracaso durante algunos segundos, pero al final se dio por vencida y, habiendo hecho un bollo con el papel, lo arrojó con frustración contra la pared.


¿Por qué se habría despertado otra vez con esa asfixiante angustia en el pecho? Al abrir los ojos esa mañana, había adivinado que no iba a ser un día fácil. Casi inmediatamente, la había asaltado esa impostergable ansia de escribir. La había urgido como desde hacía tiempo no lo hacía y no había podido rehusarse. Pero, sin embargo, allí estaba: atascada ante una hoja de papel, con la lapicera en la mano y un torbellino de sentimientos que pugnaban sin éxito por convertirse en palabras. Sabía exactamente lo que quería expresar. Lo sentía, pero no conseguía darle forma.


Dejó la lapicera sobre la mesa y miró con impaciencia el montón de papeles arrugados sobre el piso. No podía seguir así. Se levantó pesadamente del escritorio.


Por la ventana de su departamento se veía que afuera reinaba un grisáceo día de invierno. Una suave pero constante lluvia alimentaba los charcos que invadían las calles y veredas. Desde hacía algunos años, arrastrar sus huesos fuera de casa en un día como ese no la tentaba en lo absoluto. No obstante, se puso su abrigo y, con el paraguas en mano, salió a tomar algo de fresco.


Puestos los auriculares y a buen resguardo de la lluvia, disfrutaba de la brisa helada que henchía sus pulmones.


Contemplaba las calles vacías con escaso interés hasta que comenzó a sonar una canción que tiempo atrás solía ser su favorita. Apenas el primer acorde hizo eco en sus oídos, su presente empezó a desfigurarse y se vio a sí misma caminando otras calles. De pronto, la lluvia sonaba diferente sobre el piso porque ya no era la misma. El repiquetear de las gotas sobre el pavimento la remitía a otras gotas sobre pavimentos lejanos. El olor de la tierra mojada la transportaba a otras tierras, otras gentes, otros tiempos. Pero en aquellos tiempos también ella era otra.


Cuando canciones como esa sonaban, nada la ataba al presente. Las melodías del pasado la atrapaban sin remedio. A veces era una voz, otras una guitarra, pero la mayor parte del tiempo bastaba con la cadencia de la lluvia en el tejado, el ladrido de un perro o incluso la bocina de un auto.


Su memoria recorría calles remotas en compañía de los que ya no volverían y de los que ya no eran los mismos, aunque pretendieran serlo. Pero ella no se engañaba. Sabía que tampoco ella era aquella muchacha de antaño. Más allá de su cabello ahora salpicado de blanco y otras modificaciones externas, no podía precisar qué había cambiado y, sin embargo, sabía que el tiempo no había pasado en vano. La canción dejó de sonar pero, aunque otra comenzó, el sentimiento de añoranza que la había conquistado permaneció inmutable, insuperable e invasivo. Debería borrar cuanto antes esa canción de su lista. Pero ya era tarde para ese día.


Mientras caminaba aburrida por sus calles de siempre, el vacío de su alma se acentuó. La nostalgia de otros lugares y personas le dolía solo y sobre todo en días como ese, días en que la música del ayer le recordaba calles, risas, llantos e incluso mates de días pasados. Sin embargo, la que le dolía a diario era una añoranza más terrible, una que la invadía sin tregua al descubrir que esas calles que transitaba rutinariamente, los árboles que contemplaba cada día en su paseo y las personas con las que trataba a menudo eran los mismos de siempre y, al mismo tiempo, eran otros. Ese descubrimiento la hundía en una oscura soledad que la aislaba de las personas que amaba. Se daba cuenta de que amaba un pasado inasible, un pasado que mientras más lo deseaba más se le escapaba.


Sumida en una insondable tristeza, se sentó en su acostumbrado banco de la plaza principal. Desde allí podía ver la fuente y un grupo de niños que correteaban sin descanso divirtiéndose sobre el pasto mojado. Esa quieta observación alejaba lentamente sus fantasmas y le traía paz. Podía ver los pájaros ocuparse en sus tareas habituales mientras brincaban de árbol en árbol. Veía también a los perros callejeros olisquear el suelo en busca de comida y mover la cola mientras tanto. Se distrajo mirando cada detalle que la rodeaba. Había dejado de llover y el sol se asomaba débilmente tras las nubes que comenzaban a desplazarse. En tanto que toda su atención se concentraba en sus ojos, la música en sus oídos había pasado a ser un mero fondo de la escena que presenciaba. Sus sentidos extinguían los pensamientos dañinos y la arrastraban a un estado de semi inconsciencia.


Repentinamente, su estado contemplativo fue interrumpido por una llamada telefónica. Volvió al presente y contestó. Era su nieto de cinco años que había llamado sin querer mientras jugaba con el teléfono de la madre. El niño se mostró muy sorprendido pero, en cuanto reconoció su voz, se llenó de ese tierno entusiasmo infantil que cautiva el corazón de las abuelas. Le dijo que la quería y, cuando estaba diciéndole que quería ir a visitarla, la llamada fue interrumpida bruscamente.


Ella se rio y sus ojos se iluminaron con el primer destello de felicidad auténtica que había experimentado ese día. Debía volver a casa pronto. Ya sabía cómo terminar la idea.

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