Naxos
Ariadna despertó empapada en un sudor frío y pegajoso. En su sueño, Teseo le sonreía con complicidad mientras ella sentía la sangre caliente de su hermano escurriéndosele entre los dedos.
Apenas esa noche, entre promesas de amor, le había dado al hijo de Egeo el hilo que la haría para siempre famosa y miserable. Pero, horrorizada por la roja calidez de la sangre familiar en su sueño, se arrepintió de la traición.
Al romper el alba, como habían acordado, acompañó a su amante a la entrada del laberinto para despedirse y desearle la victoria. Pero, cuando Teseo se introdujo en el abismo, ansioso de gloria y seguro del triunfo, con el hilo enrollado en su mano, Ariadna se adentró igualmente por un atajo conocido por la familia real. Al llegar a la cámara donde el Minotauro esperaba su destino, sin darle explicaciones y sintiendo tras de sí, como un fantasma, la respiración del ateniense, lo arrastró consigo sin rumbo por las infinitas galerías. Su hermano, obediente a la sangre de la madre común, la seguía sin reparo.
Hallando vacía la cámara donde debía encontrarlo su destino, Teseo enfureció. Con la ira ardiendo en sus venas, revisó galería tras galería. En un pasadizo tras otro buscó y buscó la gloria prometida, con su orgullo de héroe pesándole sobre los hombros.
Esta danza de la escondida se extendió por días, hasta que Teseo, tan exhausto como furioso, decidió abandonar el laberinto sin victoria.
Cuando salió, siguiendo el amargo rastro del hilo, se encontró con Ariadna. La hija de Minos, totalmente demacrada, con profundas ojeras, rasguños y un nauseabundo olor a bestia, lo miró a los ojos con serena resignación.
Entonces Teseo comprendió el engaño y Ariadna presintió la soledad de aquella playa desierta.