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Y si no

“Si es así, nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiente; y de tus
manos, oh rey, él nos librará. Y si no, has de saber, oh rey, que no serviremos a tus dioses ni
tampoco adoraremos la estatua que has levantado.”
Daniel 3: 17-18

 

Si cerraba los ojos, casi podía sentir la calidez de los rayos solares bañándole el rostro, hasta percibía el contacto de una brisa suave y delicada. Pero lo que más le gustaba era la presión de la mano de ella aferrada a la suya. Quería dejarse mecer por la paz y la felicidad de ese preciado recuerdo. Y sin embargo no podía.


Cuando abría los ojos, la magia se esfumaba en un instante. Peor aún: las últimas veces que se había entregado a esa deleitosa evocación, la magia ni siquiera había esperado a que abriera los ojos. Incluso con los párpados firmemente apretados, la misma pregunta lo asaltaba como un grito perfectamente audible, ineludible: “¿A qué precio?”. En vano había tratado de ahuyentarla de sus pensamientos. Volvía a su mente sin tregua cada vez que intentaba contentarse y ser feliz.


Sabía lo que tenía que hacer, sabía cómo poner fin a esa paranoia, pero no sabía si podría lidiar con las consecuencias.


Si ella realmente lo amaba, lo entendería. Sabría que él no podía seguir viviendo en ese estado de constante alarma, sintiendo las miradas ajenas clavadas en la nuca. “Me gustaría que hicieras algo por mí”, le había dicho. Él ingenuamente se había comprometido a complacerla sin siquiera saber de qué clase de favor estaba hablando. Al escuchar su petición, su cara se había ido desfigurando. “¿Qué pasa? ¿Te importa más tu jefe que yo? Pensé que eras diferente, pero al parecer me equivoqué”, le había dicho ella al ver su reacción. No había querido parecer un cobarde, decepcionarla y entonces había accedido. Pero, desde ese momento, los dedos acusadores lo perseguían día y noche, sus compañeros y su jefe lo acechaban como fieras hambrientas, o eso le parecía. No podían saber nada, pero él sabía.


Llevaba semanas tratando de acallar el grito en su cabeza asfixiándolo bajo el peso de las memorias de su amor con ella. Pero ella estaba muy ocupada últimamente y los recuerdos eran cada vez menos vívidos, más difusos. Se debilitaban día con día frente a la creciente intensidad del remordimiento. Si ella lo amaba de verdad... si ella pensaba en su bienestar, como tantas veces le había dicho al tratar de convencerlo de que sería ingrato de su parte no hacerle ese pequeño favor, entonces tendría que entender. Él le había mostrado su amor, lo había intentado, había hecho su esfuerzo. Ahora ella no podía pedirle que siguiera con eso. No si lo amaba en verdad. Tenía que decirle. Esa misma tarde lo haría, y ella entendería...

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