El poder de la amabilidad
El vehículo ya estaba listo. El chofer subió, colocó el recorrido correspondiente y se sentó despreocupadamente.
En un santiamén, el colectivo se aprestaba a salir del control y unos pocos pasajeros se habían instalado dispersos en los asientos. Dos de ellos se habían sentado en la fila de asientos individuales, dejando una distancia de dos asientos entre cada uno. Los otros tres se habían ubicado en la fila de asientos dobles, cada uno en el asiento del lado de la ventanilla. Éstas estaban abiertas de par en par, por lo que una brisa tibia que, si bien no refrescaba al menos secaba un poco el sudor, se colaba hacia el interior.
El colectivo avanzaba a una velocidad promedio bajo el sol abrasador de la siesta mendocina. Unas cuadras adelante subieron unos cuantos estudiantes rezagados que se sentaron juntos pero no hablaban.
Al llegar al centro, la mayoría de los pasajeros se bajó y el chofer se quedó solo con tres o cuatro que subieron allí.
Al emprender el retorno al control, el micro fue llenándose nuevamente con estudiantes que volvían a sus casas y algunos trabajadores cansados.
El colectivo estaba casi lleno cuando subió en la Alameda un hombre de unos cincuenta años. Tenía la mirada sombría y algunos cuantos cabellos blancos cubrían su frente perlada de sudor.
Comenzó a balbucear torpemente ante el chofer, quien asintió con un ligero movimiento de cabeza y le hizo una seña de autorización con la mano. Entonces, el hombre sacó de un bolso gastado que le colgaba del hombro unas cuantas copias de DVDs con recientes estrenos de cine y comenzó su perorata publicitaria.
Algunos pasajeros, al notar un leve barullo mezclado con la música que escuchaban a un volumen estridente en sus auriculares, elevaron la vista por unos segundos y, luego de reconocer en el canoso vendedor la causa del inconveniente, volvieron a fijar la vista en el vacío o a dejar vagar sus pensamientos mientras su mirada escapaba por la ventanilla.
El monólogo del anónimo vendedor se extendió durante algunos minutos hasta que, luego de la frase apelativa de costumbre: "¡Todo por solo diez pesitos!", se aventuró entre los pasajeros reiterando individualmente algunas de las maravillas de su producto.
Mientras el hombre avanzaba inquisitivo, casi suplicante, entre los sudorosos y malhumorados viajantes que le contestaban con evasivas y negaciones de cabeza, subieron dos ancianas y una mujer embarazada.
Una de las ancianas se apresuró y se hizo con el último asiento disponible. Al ver que nadie les cedía el asiento a las otras dos, el chofer con un tono indiferente pidió "un asiento para las señoras".
Nadie se movía.
La mujer embarazada avanzó hasta un hombre maduro que dormía. Estaba sentado en uno de los asientos que daban al pasillo, en la fila de los asientos dobles mientras que en el del lado de la ventanilla había una enorme canasta con alfajores de maizena y otras delicias de pastelería. Ella lo despertó y le preguntó si la canasta era suya, a lo cual el hombre, aún medio dormido, le contestó que sí. Sin embargo, siguió durmiendo y no hizo ni el ademán de moverla del asiento.
El chofer comenzó a desesperarse por las imprecaciones de las agraviadas y repitió en un tono más insistente la petición.
Después de algunos segundos de vacilación, tres personas que se hallaban en los primeros asientos se pararon como autómatas y las mujeres casi se avalanzaron sobre los asientos libres. El tercer pasajero, cuyo asiento no había sido ocupado, volvió a sentarse presuroso.
Durante algunas cuadras el viaje continuó en el mismo clima de adormecimiento hasta que el sonido del timbre rompió el silencio. El vendedor se bajó tras dirigirle un saludo al chofer, sin haber vendido ni un solo DVD.
En la siguiente parada subió otra anciana. Se demoró algunos segundos un poco largos y, cuando por fin logró vencer la batalla contra la breve escalera, se detuvo ante la máquina, buscando las monedas del pasaje en su bolso.
-¿Cómo le va, joven? Qué calor debe estar sufriendo hoy. Está terrible.- le dijo al chofer en tono coqueto con una sonrisa amable en los labios.
-La verdad que sí, señora. ¿Y usted? ¿A dónde va con este calor?
La voz del chofer se había suavizado y mantuvo una animada charla con la anciana mientras duró el viaje de ésta.
Cuando la abuela terminó de pagar su boleto, un hombre joven que estaba en el primer asiento individual se levantó velozmente para ofrecerle el asiento.
-Ay, muchas gracias, mijito. No sabés lo que me duele la pierna. Igual, no te preocupés, me bajo en un par de minutos.
El muchacho le dijo que no importaba y con un actitud alegre se unió a la charla que la mujer sostenía con el chofer.
Los demás pasajeros pronto se despabilaron y volvieron de los sitios lejanos en donde estaban sumidos, picados por la curiosidad.
Después de un momento, todos los que se encontraban cerca de los primeros asientos, se reían o sonreían casi sin querer de las ocurrencias de aquella anciana.
Habiendo pasado cinco minutos, la mujer le pidió al chofer que la dejara en la próxima parada. Al detenerse el micro en la siguiente parada, le dio un caramelo al joven que le había dado el asiento y también al chofer "por su amabilidad" y se bajó, tan lentamente como había subido.
Al reanudar la marcha, tanto el chofer como los otros pasajeros, se quedaron mirando absortos por la ventanilla cómo la vetusta mujer se alejaba sonriente, hasta que la perdieron de vista.