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El juez

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Ya desde que entró en el recinto todos esperábamos con muda impaciencia. Sin embargo, cuando despegó los labios, su voz suave pero penetrante hizo eco en lo más profundo de mi alma. Pese a que nunca en mi vida la había escuchado como lo hacía allí, la reconocí inmediatamente. Era la misma que largo tiempo atrás, durante un momento de profunda desesperación, había susurrado en mi cabeza.


No me di cuenta de que estaba llamándome sino hasta que repitió mi nombre con una claridad sobrecogedora. Entonces, un escalofrío recorrió mi cuerpo como un relámpago y sentí que mis piernas temblaban.


Tener que avanzar en medio de la multitud que me rodeaba y presentarme solo frente a él me abrumaba demasiado. Pero sabía que no tenía opción. Debía hacerlo. El gran día había llegado y debía hacerlo.


Con los ojos clavados al suelo, avancé dando pasos vacilantes en medio del silencio abismal de la multitud. Al llegar ante el juez, mi vista seguía fija en mis pies mientras mi alma, trémula e insignificante, esperaba el veredicto con una intranquila mezcla de esperanza y temor.


Fue en ese momento de angustiosa espera cuando volví a escuchar mi nombre. Pero esta vez la dulzura y la delicadeza de su voz penetró en mi ser desvaneciendo completamente la inseguridad que me afligía y llenándome de un gozo indescriptible. Sin siquiera dudarlo, alcé la cabeza inmediatamente y mis ojos se encontraron con los suyos.


Su mirada era escrutadora. Podía sentir que examinaba hasta la última fibra de mi alma sin que nada se le escapara. Cada detalle de mi vida era analizado, cada herida, cada fracaso, cada dolor. Mis ojos estaban ineludiblemente fijos en los suyos y, sin embargo, ahora que por fin se verificaba, su tan temida inspección no me aterraba en lo absoluto. Podía sentir que una cálida luz invadía mi espíritu y relajaba mi cuerpo a medida que cada cicatriz cerraba definitivamente y cada impura suciedad que yo creía recordar parecía desaparecer ante su infalible vista.


Cuando el examen llegó a su fin, me sonrió y recién entonces comprendí que estaba limpio. Mis lágrimas se desbordaron irrefrenablemente mientras, con el corazón henchido de gratitud, abrazaba nuevamente a mi glorioso hermano mayor.

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