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El hilo perdido


"También en Raísa, ciudad triste, corre un hilo invisible
que une por un instante un ser vivo con otro
y se destruye, después vuelve a tenderse
entre puntos en movimiento
dibujando nuevas, rápidas figuras
de modo que en cada segundo
la ciudad infeliz contiene una ciudad feliz
que ni siquiera sabe que existe".
Las ciudades invisibles, Italo Calvino


Hubo un tiempo en que tenía el don. Solía mirar los lomos coloridos de los polvorientos libros de la biblioteca de mi padre y lograba penetrar con facilidad en los mundos que encerraban. Bastaba con sumergirme en sus páginas y navegar. Todavía puedo verme allí al cerrar los ojos, de pie ante los estantes, con algún volumen entre las manos. El mundo parecía pequeño e inmenso a la vez.


Recuerdo que veía la larga fila de enciclopedias, diccionarios y mapas y me sentía astrónomo, historiador, gramático y explorador. Creía que me bebía el mundo con cada párrafo e imagen. Pero adoraba las ficciones. Tenían un poder especial: el de conducir a mundos nuevos. No es que sintiera que conocía por completo el mundo en el que vivía, pero la oportunidad de extender los límites y ampliar el horizonte era demasiado tentadora para alguien con mi don. Fue en medio de aquellas inmersiones ficcionales cuando descubrí que lo tenía.


A menudo mientras visitaba aquellos mundos podía adivinar el futuro o incluso visualizar toda una gama de posibles futuros. Era interesante al principio, pero después de un tiempo comenzó a ser decepcionante. Mi don me impedía conformarme con los mundos creados y había una especie de sed en mí que me incitaba a la corrección. Sabía que esa era mi misión. Podía conocer y entender esos mundos, de forma personal, e incluso detectar sus fallas. Sé que es difícil de creer. A mí mismo me resulta casi una mentira ahora que se ha ido, pero no me cabe duda de ello.


Durante casi veinte años me dediqué a transformar docenas de esos mundos. Sabía que con solo un detalle pequeño bastaba para alterar todo un sistema y de ese modo me las ingeniaba para darle a la historia el curso perfecto y eliminar aquellos errores a los que había dado lugar la torpeza de los creadores.


Todo marchó bien hasta mi viaje a las ciudades invisibles. Durante mi larga trayectoria había recorrido cientos de ciudades. Las conocía todas de memoria, sus callejones, sus ríos, sus pasadizos secretos, todo. Pero no sucedió lo mismo con Raísa. Oh, no. Apenas puse un pie en la ciudad me cautivó la atmósfera de melancolía y decepción que invadía las calles. De inmediato supe que debía repararla. A diario recorría sin éxito los talleres, el mercado, las casas, apesadumbrado entre el enjambre de sollozos y blasfemias, pensando en la solución a tamaña infelicidad.


Cierto día me topé en el mercado con un pintor de miniaturas que quiso venderme el libro de un no muy conocido filósofo local. Yo no podía pagar semejante obra de arte, de modo que tuve que conformarme con una ojeada ligera. Allí fue mi perdición. Cuando leí de la existencia de aquel hilo invisible ya no pude detenerme. Tenía que encontrarlo y verlo con mis propios ojos. Si de verdad existía una Raísa feliz, yo debía asegurarme. No podía dejar de corregir esa ciudad basado en las elucubraciones de un don nadie. Es cierto que el tipo tenía razón en una cosa: los pequeños detalles son los que hacen la diferencia. Esos mismos detalles que yo era capaz de reconocer y promover, cuando tenía mi don.

 

Después de todos estos años, ningún rastro del tal hilo, aunque sigo buscando.

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