Confidencias
Todo el mundo estaba bailando en el centro del salón. Bueno, no todo el mundo, pero casi. Había algunas personas que, exhaustas por el ajetreo de sus cuerpos, recuperaban el aliento en los laterales mientras se preparaban para la próxima canción.
La música retumbaba en el cuarto y los invitados hablaban a los gritos, ensordecidos por el volumen estridente. En el ambiente se palpaba el entusiasmo, la energía y el calor de las gentes divirtiéndose. Entonces, de los altavoces surgió la irresistible introducción de la última canción de moda, cuyo eco fue la delirante aprobación de los danzantes. En medio del frenesí general, apareció una abertura por la cual emergió una joven. Tan solo unos segundos después, la acalorada masa se encargó de que el hueco se cerrara sin dejar ni el menor rastro.
La joven estaba agotada. Se secó la frente cubierta de sudor y se acomodó en una silla que estaba justo en la entrada del salón.
Mientras ella estaba allí, dándole vueltas a un asunto, un joven desconocido se acercó y se sentó en la silla contigua. De un momento a otro, comenzó a hablarle. A ella no le apetecía para nada hablar. En ese momento se arrepintió de estar allí. El tumulto le pareció repugnante y deseó estar sola en una isla. Pero, sin embargo, le contestó. Él entonces siguió hablándole de la música. Por buscar conversación, le preguntó si no le gustaba la canción que estaba sonando. La había visto salir de la pista en cuanto empezó a oírse. Como ella esta vez no le respondió, hubo un incómodo silencio entre ellos durante el cual solo se escuchaba la canción y la multitud emocionada.
El joven estudió con interés las expresiones del silencio de ella y, tras el breve escrutinio, le preguntó si estaba bien. Entonces, una lucha se desató en el interior de la chica. Tenía dos opciones. Lo más lógico era decirle que estaba bien. Después de todo, acababa de verlo por primera vez en su vida. Qué le importaban a él sus asuntos. Pero, en ese caso, tendría que retomar la conversación trivial que mantenían a fin de no despertar sospechas y no estaba de humor para eso. El otro camino, el de la sinceridad, se le antojó demasiado tentador. Aunque sería un poco incómodo, él era un desconocido. No tenía mucho que perder. Además, parecía estar verdaderamente interesado, o al menos fingía bien.
Justo cuando la paciencia de él estaba a punto de agotarse y cuando, creyendo que ella no contestaría, casi abría la boca para cambiar de tema, la joven le confesó que no estaba muy bien. Esa canción no era para ella más que un mal recuerdo. Lo dijo con indecisión, a un volumen casi imperceptible que se perdía en el ruido de la habitación.
Él la miró directo a los ojos y había en los suyos una chispa de comprensión tan plena y benevolente que ella supo, al descubrirla, que ya jamás podrían volver a ser desconocidos.