Ausentes
Eran las tres, la madrugada del martes.
Los párpados de plomo le impedían mantener los ojos abiertos. Solo una hora más sería suficiente. Tenía que serlo. Había trabajado en esa exposición durante semanas. Solo faltaban los últimos detalles, pero su cerebro se resistía a la sintaxis. Llevaba al menos media hora dándole vueltas al mismo párrafo. Necesitaba acabar la conclusión, pero las palabras se diluían en la corriente desfalleciente de su pensamiento.
Miró el reloj: tres y diez. Ningún progreso. No podía seguir así. Tendría que dormir algunas horas por lo menos, y terminar temprano, antes de irse. Le disgustaba la idea. Tenía un mal presentimiento. Esa era la gran oportunidad que había esperado, un salto en su carrera. Pero su cansancio no tenía otro remedio. ¿Había guardado los cambios?, pensó. Y
no tuvo tiempo para más.
Cuando despertó, eran las siete y media. Desesperada, se vistió y corrió a la computadora. Copió en el pendrive el archivo -sí lo había guardado, menos mal-. Y se resignó a llevarlo así, sin terminar. Tendría que imprimir lo hecho e improvisar la conclusión sobre la marcha.
A las corridas logró llegar casi a tiempo. Todo dependía de ese momento, finalmente segaría los frutos de su esfuerzo.
Se detuvo nerviosa frente a la puerta del aula y luego la abrió con ansiedad. Del otro lado, el silencio. Nada. Solo las sillas vacías la esperaban, y escucharon con paciencia su exposición.