Ansiedad
Aceleración. Acelerar. Caminar más rápido.
Con el pulso aún algo acelerado tocó aliviado el picaporte. Había llegado a su monoambiente y no había ocurrido nada desagradable con los sospechosos jóvenes que bebían encendidos en la esquina. Ni siquiera se
habían movido al pasar él junto a ellos.
Abrió la puerta y se introdujo en la oscuridad de su departamento. Buscó nervioso el interruptor y volvió a sentir una ola de tranquilidad deslizarse por su cuerpo cuando por fin se encendió el tubo.
Había sido un día fatal en la oficina. Gente entrando y saliendo todo el día. Voces, gritos y murmullos. Sus oídos zumbaban. Repentinamente recordó que aún traía puestos los auriculares. La música estaba a un volumen suave pero se sintió profundamente aliviado al quitárselos. Su cabeza pareció descomprimirse pero aún estaba esa punzada de angustia en su estómago y esa sensación de ahogo atormentándole otra vez.
Trató de calmarse. Estiró un poco los músculos tensos por el estrés y encendió la notebook. Eran las nueve de la noche y ahí estaba él, otro hijo de la era de la pantalla táctil y las pestañas simultáneas en los navegadores, tan solo uno más de los tantos.
Encendió también el televisor, con la esperanza de que estuvieran pasando alguna de esas frívolas comedias románticas que sirven para sacarse un poco la mala onda y soltar un par de risotadas. Por desgracia, aunque hizo zapping entre la poca oferta de canales que se podía permitir, sólo encontró una cascada de realitys, un par de telenovelas baratas y el noticiero. Dejó un rato el canal de las noticias en silencio, mientras revisaba su correo electrónico y su facebook.
Luego de pasar más de dos horas mirando de reojo los titulares que pasaban en el noticiero a la vez que iba y venía en facebook, entre la página de su perfil y la de inicio; sin ver nada digno de prestarle atención, se secó las manos sudorosas en el pantalón unas cuantas veces y apagó ambos aparatos con la intención de irse a dormir.
Al día siguiente debía madrugar, como siempre, y últimamente le costaba bastante conciliar el sueño. Se cepilló los dientes y se enjuagó la boca rutinariamente en tanto que sus pensamientos alternaban a la velocidad de la luz entre un problema y otro, analizándolos hasta el agotamiento mas sin encontrar solución alguna.
Se introdujo abstraído en la cama y, tras apagar la luz del velador, cerró los ojos intentando dejar la mente en blanco; sin embargo, en lugar de eso, en el escenario de su mente se desplegaban, una tras otra, imágenes, palabras, ruidos y toda clase de distracciones que le impedían dormir.
Estaba harto. Sentía el pulso acelerado. Los músculos le temblaban y sentía que su cabeza estaba a punto de estallar. De pronto, una repentina sensación de náusea invadió todo su ser y le obligó a sentarse en la cama.
Pensamientos negativos fluían sin cesar por su mente. Su vida era un asco, estaba solo en el mundo, su trabajo apestaba, y muchas otras ideas desfilaron ante él como burlándose.
Sentía un inmenso peso sobre sí que lo asfixiaba y le hacía sentir infinitamente vulnerable. No quería tomar psicofármacos. Estaba hastiado de esa porquería, puro veneno. Sabía que eran sus nervios. Otra vez lo traicionaba el estrés. Pensó que la vida en el siglo veintiuno era un asco. El tiempo nunca era suficiente. El dinero nunca era suficiente. Sentía la presión sobre él. Más. Siempre más. Todos querían más. ¿Por qué no podía simplemente dejar de existir? No quería matarse, quería nunca haber existido. Escapar de esa carrera vertiginosa en que se había convertido la vida.
Al final, resolvió que no podía perder más tiempo en esos pensamientos oscuros y perniciosos que lo carcomían y lo hacían sentir cada vez peor. Se tomó una pastilla de valeriana y trató con todas sus fuerzas de dejar la mente en blanco. Respiró profundo y pensó en el vacío. Deseó paz. Imaginó que sus preocupaciones lo abandonaban y anheló perderse en el mundo de los sueños hasta que se durmió, con la esperanza de soñar con el vacío.