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Agridulce

 

Una vez más, la luna se eleva en el firmamento, victoriosa y plena, señalando el fin de otro día y el inminente dominio de la noche. Siento que esta vez, más  que nunca, debo dedicar unos minutos a contemplar el asombroso resplandor plateado con que baña la noche serena.


He visto muchas noches dulces y hermosas como ésta, pero presiento que ésta es la última.


Mis años son muchos y he visto muchos acontecimientos: terribles desgracias e increíbles milagros. Mi propia vida se ha llenado de ambos. Sin embargo, cada lágrima vertida y cada herida soportada han valido la pena por cada risa compartida y la esperanza acumulada.


Estos largos años he vivido aferrada a una promesa y, aunque mi memoria se ha debilitado, aun conservo, nítido en mi mente, el rostro del que es dueño de mi amor.


Si tienes paciencia y eres, lector, bondadoso, atiende la última voluntad de esta anciana y permite que te cuente la triste historia que me robó la mitad de mi vida.


Fue hace ya muchos años, seré breve, lo prometo, sólo deseo compartir con alguien mi sentir ahora que ha llegado la hora de mi liberación.


Era una época oscura, tiempos crueles y violentos; guerras y enfrentamientos por doquier.


Yo vivía, aunque parezca vergonzoso e inaceptable, feliz. No sólo feliz, absolutamente feliz. Vivía en un pequeño poblado entre las montañas, con él, mi esposo.


Aunque llevábamos muchos años juntos no teníamos hijos pero yo lo amaba, con todo mi ser; aun lo amo.


Los horrores de la guerra no habían llegado a nuestro pueblo, pero pronto nuestra paz se acabó. Los hombres en condiciones de luchar debían unirse al ejército para defender nuestra tierra y mi amado no era una excepción. Aunque ya no era joven, aun estaba en forma. Se sentía obligado a pelear. Casi todas las familias del pueblo estaban constituidas por matrimonios jóvenes con sus numerosos y revoltosos pequeños niños.


Él no podía quedarse mientras esos jóvenes padres dejaban desamparados a sus hijos y a sus esposas.


Mi mente y mi corazón se nublaron con toda suerte de pensamientos y sentimientos de amargura y desesperación y en mi interior concebí mil maneras de convencerlo de que se excusara y permaneciera a mi lado.

​

Sin embargo, al pensar en sus razones y en su honor, no pude evitar enternecerme ante la nobleza de su carácter y recordé los maravillosos y preciados momentos que habíamos compartido; un dulce sentimiento de esperanza embargó mi espíritu, me armé de valor y me prometí a mí misma dejarlo ir sin reproche, manteniéndome mientras durara el frío tiempo de nuestra separación al abrigo del dulce recuerdo de nuestros momentos juntos.


Sé que si le hubiera pedido y rogado que se quedara, lo hubiera hecho por amor a mí, pero, afortunadamente, cumplí mi promesa y no le até, abusando de su amor, a una vida de remordimiento por el deber ignorado.


Su amoroso carácter no le hubiera permitido abandonarme sin más; no sé qué promesas se haya hecho a sí mismo, pero antes de marcharse me prometió que volveríamos a estar juntos.


No lo he visto desde entonces. Veinte años han pasado y aunque sé que no he sido tan feliz como quisiera, aferrada a mi promesa ni un día le he olvidado; su sonrisa y su calor me han ayudado a soportar y a intentar compartir la alegría de quienes, Dios mediante, retornaron a su hogar, acentuando con su algarabía el doloroso vacío de mi vida.


Ya no duele. Esta noche, la luna que tantas veces ha visto mi dolor y mi alegría, será testigo de mi libertad: cuando mi espíritu deje aquí mis vanos restos y, alzándose hasta el cielo, se reúna con el suyo para estar por siempre juntos.


Ahora escucha, bondadoso y paciente lector, la última cosa que esta anciana tiene para decir antes de partir, ahora lo sabe: la vida es agridulce, pero sólo podrás probar lo dulce si aprendes a tragar lo amargo.

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